Llegar a este espacio es escapar siempre un poco más del mundo en el que vivo, caminar por otros rincones, observarles y conducirme a otras realidades a las que solo regreso algunas veces cada 365 días.
Me convierto en otra persona, aquella que habita dentro de mi se despierta, sabe que son sus días, que en este cachito del mundo se conecta y repara recordándose a si misma como fue, como es ahora, como cambió, como sigue cambiando.
Nunca fue el mejor espacio del mundo, no es ni siquiera el más lujoso y sin duda no destaca por su belleza. Pero tiene tantas grietas por las que la niña que un día fui se coló que ahora lo que queda de ella aquí dentro todavía lo sigue haciendo.
Cada año, hay tantas grietas como momentos que recordar, tantas calles como silencios cuando las vuelvo a recorrer y tanto difuminado que a veces es difícil identificarme en lo que viví.
Las escenas que fueron se mueven por las habitaciones, por el patio, suben las escaleras y se reproducen sin que nadie les haya pulsado el botón de play.
A veces parece que los fantasmas que las componen todavía siguen formando parte del paisaje y juegan a transformarlo.
Vuelvo a tener la misma sensación que cuando era una niña, la piel erizada de cuando aprendí que la vida era más complicada que las tardes con una manguera en el patio y ahora que me veo en los espejos de esta casa comprendo que el vínculo que me ata a ella es mucho más potente que el que tengo por cualquier otro lugar.
Cada año cambian aún más las cosas, la casa envejece y con ella nos lleva al resto, aquí no se para nada y sorprendentemente nada parece cambiar cuando le inyectas movimiento.
Las noches se componen de esencias diferentes, el silencio trae calma y no ruido pese a que mi memoria se empeñe en ponerle banda sonora al paisaje.
No miento si digo que aquí he sentido más fuerte que en cualquier otro lugar, he reído más fuerte y he soñado con que nada se acabara, con que no llegara septiembre, con que se congelaran todas las imágenes en el momento exacto en el que se te inunda el pecho.
Que mi lugar favorito se encuentra ubicado en una carretera perdida que atraviesa casas que ya nunca volverán a habitarse, porque en ella se ven las constelaciones como si alguien acabase de salpicar una superficie oscura.
Porque me invade la sensación de sentirme tan pequeñita y difuminada con el paisaje que fantaseo con la idea de volverme transparente y poder recorrerlo sintiendo cada una de sus partes.
Porque me invita a salirme de la norma de la ciudad, escalar el capó de un coche y dejar que mi cuerpo tome otra dirección diferente a la de mi mente durante horas.
Las noches aquí tampoco pasan igual porque siempre espero a pasarlas en el campo, no hay nada más bonito que el cielo y los grillos de una noche de verano.
Y todo se vuelve único y vital porque sabes que en tu futuro tiene cada vez un hueco más pequeño, aunque me resista a abandonar este lugar, a cortar el fino hilo que me une a él para no perder un espacio en el que soy lo que fui.
No siempre los vínculos tienen que llevarte a personas, a veces te llevan al olor de la habitación en la que llevas mucho tiempo sin estar, al mueble que ya no recordabas que tenía esa forma dibujada en su madera, a la foto que te encuentras en la habitación de al lado que nunca abres.
A veces te llevan a las noches en las que te asomabas a la ventana porque venían a darte una sorpresa, al espejo en el que te probabas la ropa más de cinco veces para salir al concierto de la plaza o a los cuadros que antes te empeñabas en que quitaran pero con los que ahora has aprendido a convivir.
A veces, te llevan a una toalla en un patio sin vecinos, a una pila donde lavar la ropa con olor a jabón que ya nadie usa porque está demasiado vieja y a unas ventanas en las que ya no te sientas porque están habitadas.
Yo también he dejado aquí mi fantasma para que reproduzca las escenas cuando no esté, para que la vida que había no se pierda, para que continue.
Soltar las sensaciones es otra forma de quererlas. Estoy aprendiendo a soltar. Estoy aprendiendo a vivir con los cambios.
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